Después de las fiestas, es la hora de enfrentarse otra vez con la realidad. Vuelta al trabajo, vuelta al colegio. Se hace un recuento de los regalos que hemos recibido, nos probamos los cinturones, los jerseys y las corbatas, en un vano intento de convencernos de que nos gustan y de que nos quedan bien y de que no vamos a cambiarlos. Hacemos hueco en casa para que quepan las nuevas adquisiciones y tiramos aquel pantalón que ya no nos abrocha, la batidora que se quemó el último verano haciendo gazpacho y el bote de colonia al que solo le quedaba una gota. Puede que nos demos cuenta de que aquel regalo espectacular es puro oropel, o no funciona, o se ha roto al primer uso. Entonces, nos deshacemos de él con vergüenza, en el cubo de la basura, o incluso hay quien lo deja tirado en una esquina cualquiera, lejos de casa, un poco avergonzados y con miedo de que pueda volver a casa. Como este gato, que encontré el otro día tirado en un alcorque. Probablemente a su dueño le regalaron